En estos tiempos, toda pretensión de autosuficiencia y dominación cayeron por tierra. La pandemia reveló y aceleró el fin de un sistema que ha agotado recursos y respuestas. El mundo se quedó perplejo ante su “no saber”. El instinto de protección que, tantas otras veces nos empujó a excluir, nos ha conducido esta vez a confinarnos. Exclusión o confinamiento, todos experimentamos el límite de un estilo de vida que sabe solamente asegurar la felicidad y el bienestar cerrándose a los otros. La vida inmune, confinada en fronteras políticas, económicas, eclesiales o existenciales del ego, se mostró ilusoria e insoportable.
En el silencio de un mundo parado, el grito de la Tierra y de la humanidad resonó desgarrando algo en el interior de cada uno y despertando la conciencia de ser humanos; todos necesitados de relación, todos capaces de compasión; tan miedosos y débiles estando aislados, tan dignos y fuertes cuando estamos juntos.
Un tiempo trágico y a la vez precioso nos ha sido dado. Para muchos el mundo conocido no será más, otros han comprendido que sus aspiraciones no eran más que fantasía. El presente y el futuro están seriamente amenazados para todos, pero el cielo nuevo y la tierra nueva están emergiendo aquí y ahora en medio de nuestras incertidumbres, en el corazón mismo de nuestra vulnerabilidad. Un humano nuevo viene habitar en este mundo y viene para restaurarlo todo. ¡Otra vez es tiempo de Adviento!
El Adviento nos desafía a asumir alegre y decididamente nuestra vocación, pues más que nunca, la humanidad necesita ver y sentir la energía del Espíritu que la recrea cumpliendo la Promesa.