2022… virus que se resiste a desaparecer, después de dos años de pandemia. Dos años de dificultades, de enfermedad, de muertes… tiempos de oscuridad. Sin aún superarlos, una guerra estalla, aquí al lado, una más en el mundo, a las puertas de Europa. Ucrania arde bajo los misiles de Putin, empujado por la locura, la falta de humanidad, de empatía… Ucrania arde… ¡y resiste desde su pequeñez!
Mujeres, niños, mayores… de la noche a la mañana, se ven obligados a dejar a sus familiares, a sus amistades, a su pueblo o ciudad, su cultura, su lugar en el mundo… de la noche a la mañana, no queda otra opción: huir para vivir.
En pocos días, más de tres millones de personas salen de su país, con desesperación, con profunda tristeza, con desconcierto, con dolor… buscan refugio, allí donde pueden.
Sí, en la muerte está la resurrección. La luz, por tenue que sea, gana a la oscuridad. De las heridas brotan semillas de vida.
Frente a la locura, una ola de solidaridad también invade los corazones europeos.
Es domingo, 13 de marzo de 2022. A media tarde recibo la llamada de Sor Ana Rodríguez, de la Comunidad de Egiluze (Irún): acaban de comunicarles que un grupo de bomberos de Madrid vuelven de la frontera entre Ucrania y Polonia en sus furgonetas, donde han rescatado a un grupo de mujeres y niños, y que necesitarán descansar en Egiluze para poder continuar su ruta de salvación. No cabe opción diferente, no es posible ahogar los gritos de quien sufre. Santa Juana Isabel tampoco se tapó los oídos cuando, regresando de la Eucaristía, escuchó gritos de dolor en mitad del bosque. Es una oportunidad, real y concreta, de poner en práctica lo que estamos verbalizando en los últimos años: hermanas y laicos, juntos, como familia, al servicio de los pequeños y los pobres.
Las hermanas realizan las gestiones oportunas para preparar la llegada de esas furgonetas cargadas de crucificadas. Personas del entorno colaboran y dejan bocadillos y productos para el desayuno.
Para cuando llego a Egiluze, sobre las 22:30 horas, todo está preparado para acoger a estas personas refugiadas. En cualquier caso, hay cierta inquietud o nerviosismo ante un escenario nunca conocido. No sé realmente qué hago en Egiluze, pero sé que estoy donde tengo que estar: con mis hermanas. La llegada se prevé para la 1:00, después a las 2:30… Esas horas de espera son también un regalo, un tiempo para reencontrarnos, para dialogar sobre lo humano y lo divino… La hermana Karina prepara, con destreza y gran calidez, carteles de bienvenida en lengua ucraniana. Decoramos la entrada, señalizamos los pasillos hacia las habitaciones y comedor, desplegamos un mensaje de bienvenida en la sala del comedor: Ласкаво просимо ("Laskavo prosymo" = "bienvenidos").
02:15 de la madrugada, seguimos de tertulia, por momentos, cuando el cansancio se hace más presente, cerramos los ojos y reposamos nuestras cabezas en el sofá: una estampa que bien podría darse, en ese preciso momento, en cualquier familia. En esa inquieta calma, el silencio se adueña: es el silencio del Sábado Santo.
Una llamada de teléfono quiebra ese silencio; es la de uno de los bomberos: aún les queda camino hasta llegar a Irun, y calculan que llegarán alrededor de las 3:30 horas.
El silencio, interrumpido por algún bostezo, continúa.
Son las 03:15, y necesito moverme para que no me venza el sueño. Decido bajar al patio para dejar en mi vehículo el libro que me acompañaba y que, entre tertulias y silencios, no había abierto. Al llegar a recepción, desde la pequeña ventana, veo luces. "¿Quién será? No es aún la hora, pero son varias las luces", pienso. Llamo por teléfono a Sor Ana. "Creo que han llegado ya, hay varias luces", le digo. Me responde: "¿ya? ¿No será la Ertzaintza (policía vasca)? Suelen pasar en.
"¿Quién será? No es aún la hora, pero son varias las luces", pienso. Llamo por teléfono a Sor Ana. "Creo que han llegado ya, hay varias luces", le digo. Me responde: "¿ya? ¿No será la Ertzaintza (policía vasca)? Suelen pasar en ocasiones por seguridad. Bajamos, por si acaso".
La primera en llegar a recepción es Sor Maite Heredia. Creemos que son ellos. Van llegando las demás hermanas (Sor Consuelo, Sor Charo, Karina).
Sor Maite Heredia abre la puerta de Egiluze. Efectivamente, son ellos. Mejor dicho: ellas. Ellas son la luz. Una multitud de mujeres, algunas con niños y adolescentes, están saliendo de las furgonetas, con bolsas no muy grandes. Salimos y nos acercamos a ellas, haciendo gestos con la cabeza en señal de bienvenida y respeto. Se nota el cansancio en sus caras, a pesar de las mascarillas, y andan con lentitud. Les ofrecemos mascarillas nuevas, pero uno de los bomberos nos dice que no hace falta, que tienen más que de sobra para los próximos días. Avanzan hacia la entrada, unas hermanas dirigen a las primeras en entrar, ayudamos a llevar bolsas... Suben las escaleras y, al ver habitaciones abiertas, van entrando. Se forma un poco de caos en el reparto de habitaciones, pero poco a poco se van instalando de dos en dos, madres con sus hijos... Al subir de nuevo la escalera con una mujer ucraniana: se detiene ante la Cruz del Resucitado, mira al Cristo Resucitado y le acaricia, con delicadeza y mirada de agradecimiento, el pie. Me impacta el gesto: luz en medio de la oscuridad.
Llegamos al piso de arriba, y hay una chica que habla un poco de castellano. Me dice "¡gracias, hermano, gracias! ¡Incluso habéis puesto carteles en ucraniano, qué detalle!". Le ofrezco la contraseña de Wi-Fi, y enseguida se van acercando los más jóvenes para conectarse a Internet. "Necesitamos contactar con familiares, algunos siguen en Ucrania, otros están en otros países, necesitamos decirles que estamos aquí y que hemos llegado bien", me dice, la hermana ucraniana que habla nuestro idioma.
Los bomberos madrileños, uno de ellos de Tarragona, suben los últimos y se van acomodando en habitaciones. Hablo con uno de ellos, están realmente cansados, incluso más que las refugiadas. Me informa que ese mismo día han recorrido unos 1.800 kilómetros. Le pregunto si necesitan algo, a lo que contesta "dormir, unas horas serán suficientes". Muy cercano, me dice que el grupo se ha ido tranquilizando, pero que cuando llegaron a Ucrania, vieron escenas de desesperación, caras de terror... "Lo que vi, es indescriptible. No se puede desear esa situación a nadie". Seguimos nuestra conversación, mientras las hermanas van y vienen, acercando a las habitaciones pasta de dientes, un poco de gel de ducha... La calma se va imponiendo, el silencio se hace presente y, tras despedirme de las hermanas, dejo Egiluze atrás, con todas las habitaciones encendidas. A las 5:00 de la madrugada, las calles de la ciudad están vacías y las casas, apagadas. La luz de Egiluze contrasta con la oscuridad de las casas. ¡Qué contraste!
Llego a mi casa, mi madre sigue despierta hasta mi llegada y, una vez en la cama, informo a la Fraternidad Molante de lo vivido. Ellos y ellas han estado presentes, cada uno desde su ubicación, mediante la oración, en un acompañamiento fraternal, familiar. Oración y acción. Hermanas y laicos. Juntos. No como familia; sino EN FAMILIA.
Ya es lunes y yo, con pocas horas dormidas, vuelvo a mis responsabilidades. El grupo de mujeres, niños y bomberos van despertándose, bajan a desayunar... Suben a las furgonetas y, el mediodía, continúan su ruta.
Lo vivido y compartido me hace reflexionar. En primer lugar, la conclusión más evidente: Dios se hace presente en la oscuridad, en la desesperación, en el dolor... Y en segundo lugar: un bonito ejemplo de actuar en Familia, una experiencia de vida, enraizados en el Carisma, hermanas y laicos, mano a mano, juntos, en inseparable combinación de oración y misión. Por los crucificados de hoy. Con el convencimiento de que por la Cruz se llega a la Resurrección, de que en la oscuridad es donde más brilla la luz, de que, con el Señor, por Cristo, con Él y en Él, la muerte se convierte en vida.
Lander Ugartemendia Mujika